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La mirada de la bestia - capítulo 1

Foto del escritor: Quim GómezQuim Gómez

Actualizado: 27 feb 2023


Uno — Entresuelo tercera


Jueves, catorce de febrero de 2008


Lo vio, desde la calle, a través de la ventana del bar. Jugaba a cartas con otros tres abuelos, rodeados de varios espectadores. Lo reconoció inmediatamente a pesar de que sus cabellos se habían vuelto blancos y se había dejado barba. Era el alma del bar, reía y hacía reir, cada mano de cartas acompañada de comentarios que los demás celebraban. De vez en cuando, sin embargo, dejaba ir violentas quejas aliñadas de tos. Seguía siendo el mismo malnacido de siempre.

Todo aquello le resonaba en la boca del estómago a Balasch. Los chistes, las quejas, los gritos le continuaban siendo familiares veinticinco años después y, lentamente, tomaba conciencia de otro Balasch, uno pequeño y pretérito, que se lamentaba y encogía en su interior. Hacía tiempo que había superado el miedo a los violentos y se lo quería dejar claro, pero, aún así, la vocecilla dentro de él le insistía en que se marchara.

—!Antoni! ¿Quieres que me cierren el bar o qué? —le gritó el dueño al ver el anciano encender un cigarrillo.

El hombre, enfermizamente delgado, se puso de pie con cara de asco, pisó el cigarrillo y se dirigió al lavabo protestando en voz baja.


—Mira, nen —le había dicho su tío unos días antes—, tienes que hablar con él. Te tienes que poner delante suyo y tienes que perdonarlo.

—¡Ni de coña! Ves demasiados vídeos de terapeutas.

—Tu padre es como es, en gran medida, por la vida que ha tenido. Tu eres como eres, por lo que has vivido. Tienes mala leche, como él. Aunque no lo quieras, en algunas cosas sois idénticos.


Y allí estaba, en el barrio del Fondo de Santa Coloma, donde había jugado, estudiado y crecido. Donde había sufrido durante mucho tiempo hasta que su madre, él y la pequeña Clara habían huído de aquel hombre a quien pretendía enfrentarse.

Se sentó en la barra, pidió una cerveza y pagó. Mientras esperava que volviese su padre, acompañando cada sorbo, la vocecilla insistía, como un mantra, que quería marcharse.

Sonó el móvil y, al ver quien llamaba, salió a la calle para responder. Le reclamaban la sargento Ros y una joven muerta en el Eixample.

Desde la calle, vió como volvía a la mesa y mandaba a freír espáragos al amo del bar que le recriminaba haber fumado en el lavabo. Decidió dejarlo por el momento. Desplazó con energía su cuerpo alto, delgado y atlético hasta el coche de servicio que había tomado prestado de comisaría. Encendió el motor, puso en marcha la sirena y el pequeño miedoso que vivía en su interior se lo agradeció. Pasqual Balasch abandonó a toda velocidad el barrio del Fondo envuelto con inseguridades que le venían de lejos.


Eran las siete y media de la tarde cuando aparcaba en un chaflán del Eixample derecho, en la frontera con el barrio de Gracia. El frío le impulsó a ajustarse la bufanda y el abrigo. Se acreditó ante un policía de uniforme que le dejó pasar por la puerta de madera noble y vidrios multicolores. Una vez dentro, observó el ascensor de hierro retorcido y madera brillante, grandes escaleras de mármol y paredes pintadas con rosas, azules cielo y verdes agua.

—¡Pasqual! —gritó Rafael Ramírez, agente de homicidios y diez años más joven que él, mientras bajaba por las escaleras con una libreta en las manos, vestido con abrigo largo, americana y corbata.

Cuando llegó abajo, le pidió que le siguiera por un camino que encontró poco usual. Detrás del ascensor había un pasillo estrecho y oscuro que llevaba al patio interior de la manzana; después había que subir, al aire libre, por una escalera metálica y vieja que supuso que algún día fue la escalera del servicio.

—¿La sargento? —preguntó mientras subía los escalones de dos en dos.

—Arriba.

Llegó al entresuelo y se detuvo unos segundo a observar el patio. Lo que un día fue el gran balcón de un piso inmenso se había convertido, víctima del desmenuzamiento especulativo, en vía de paso para acceder a minúsculos apartamentos. En el patio interior de la manzana, recuperado como jardín público, destacaba un cocotero que alcanzaba a llegar a los primeros pisos. Parecía querer averiguar las intimidades de unos vecinos que, a su vez, poblaban ventanas y balcones chafardeando sin pudor las idas y venidas de los policías. En la puerta de entrada del entresuelo tercera, una antigua salida al balcón reconvertida, le esperaba Rafa.

Lanzó una mirada dentro del piso y vió a los agentes de la Científica.

—¿Quién és la víctima?

—Verònica Prats, nacida en Barcelona el dos de agosto del 75 —respondió Rafa mirando la libreta de notas—. Según el DNI, residente a la calle Llibertat, 53 bis.

—¿Quién la ha encontrado?

—Salvador Tort, del entresuelo octava. Dice que vió la puerta abierta, se asomó para saludar a Verónica y vió a alguien al fondo, en la habitación. El hombre, de unos cuarenta y pico, estaba quieto delante de la cama y parecía murmurar alguna cosa. De repente se dio cuenta que le observaban y salió precipitadamente. Cuando pasó por la puerta dijo, según el testigo con un marcado acento sudamericano, "es culpa mía" y salió corriendo. Esto fue hacia las seis y media de la tarde.

—¿Lo podrá reconocer?

—Dice que si. Lo he enviado a comisaría para hacer un retrato robot.

—¿Algo más?

—Según el vecino, no hacía ni dos meses que Verónica vivía aquí. Otra vecina dice que vió, al salir del ascensor, un tipo bien vestido con abrigo largo que venía hacia aquí, però no le vio la cara. Esto fue hacia las seis de la tarde.

Montse Martí, la jefe de la científica, se les acercó.

—¿Cómo lo lleváis? —preguntó Balasch.

—Pasa, no hay demasiado cacao. Ester ya está dentro.

Saludó con la mano a la sargento Ester Ros, cuarenta y tantos, traje chaqueta, media melena y sonrisa amable.

—Yo sigo entrevistando vecinos —dijo Rafa.

Balasch se puso guardazapatos y guantes y entró con sumo cuidado.

El piso era una sucesión lineal de habitaciones sin pasillo alguno. Comenzaba con un recibidor convertido en cocina con suficiente espacio para cuatro fogones alimentados por gas butano, un frigorífico y cuatro armarios pequeños de madera cuyas bisagras comenzaban a sufrir Alzheimer metálico. Los alimentos frescos, pocos, intentaban escapar de la fecha de caducidad dentro de una nevera de medio metro de altura. En el suelo, pequeños fragmentos de cristal parecían indicar el método de entrada del asaltante. Dentro del cubo de basura había fragmentos de un jarrón de cerámica blanca y azul, algunos manchados de rojo.

—Es sangre —añadió Montse.

No eran necesarios más de dos pasos para invadir el comedor, donde una mesa redonda fagocitaba un espacio envuelto de papel pintado de flores. En la mesa, abandonados, había una bolsa de plástico con víveres y un bolso. El televisor, pequeño, verde y con antena de cuernos, ocupaba una posición prestada en una esquina del bufé viejo y solemne. Solo una foto, de una adolescente sonriendo abrazada a una mujer mayor, aportaba un poco de color a quel espacio decorado en tiempos de blanco y negro. En el otro extremo del comedor, en un rincón, se escondía la puerta del baño, presagiando la pequeñez del excusado.

—Pasqual —saludó la sargento para en seguida dirigirse a la jefe de la científica—. Montse, ponnos al día.

—Los restos de cristal rotos en la puerta harían pensar en un robo si no fuese porque no se han llevado ni dinero ni el móvil.

—¿Llamadas recientes? —preguntó Balasch.

Montse mostró, como respuesta, una bolsa de evidencias que contenía un teléfono visiblemente roto.

—¿Huellas?

—Todavía estamos en ello, pero llama la atención que no haya ninguna ni en el pomo de la puerta principal, ni el sofà, ni el teléfono.

Alargó el brazo hacia el bufé y, pidiendo permiso con la mirada, cogió una libreta de espiral. En la portada se leía “Historia del Arte” y contenía lo que parecían apuntes de clase, todo escrito con letra clara de diferentes colores. Entre las espirales había restos de papel. Miró al biés las páginas en blanco y se paró en una donde vió marcas de que se había escrito encima.

—¿Qué hay? —preguntó Montse.

—No estoy seguro. ¿Tú dirías que aquí encima alguien ha escrito “Señor Juez”?

Montse asintió con una sonrisa en los labios y tomó nota.

El dormitorio era la única pieza con unas dimensiones acogedoras: cabían, sin estrechuras, una cama de matrimonio con cabezal de madera, un armario moderno y dos mesitas de noche a juego. Le pareció que aquel espacio sin ventanas daba un triste sentido al piso entero: una madriguera donde esconderse de los peligros del mundo exterior, un lugar de paso donde curar las heridas y volver a la vida con fuerzas renovadas. Pero aquella estación de tránsito se había convertido en final de línea para la joven mujer muerta que llacía sobre la cama.

El cuerpo estaba colocado de una forma tan equilibrada que parecía antinatural. Estaba en la mitad de la cama más cercana a la puerta y le sugirió la imagen de una Blancanieves moderna esperando el beso del príncipe azul. Su semblante, sin embargo, estaba falto de esperanza: la mejilla derecha mostraba evidentes signos de violencia. Aquel rostro había dejado de sonreir hacía tiempo y no podría hacerlo nunca más.

Entonces vió un armario viejo y su yo pequeño se le encogió en el estómago. De roble, dos puertas con relieves, un cajón en la parte inferior, herrajes y pomo de metal. Prácticamente idéntico al que había visto en la habitación de sus padres. Allí donde su padre lo había encerrado con llave cada vez que lo castigaba. Aquel agujero de miedo donde había compartido largos ratos de oscuridad y olor a naftalina con abrigos y cajas de zapatos. Allí, desde donde había oído como su madre se rebelaba contra su marido sin jamás tener éxito.

Abrió el armario y, por un segundo, le pareció ver a un chaval con pantalón corto, sentado en la oscuridad, con lágrimas en el rostro. Se giró hacia la víctima y se agachó para mirarla desde la altura de un niño. En el fondo de la retina, por un instante nada más, vió a su madre inconsciente estirada sobre la cama. Y descartó definitivamente la teoría de un ladrón homicida.


La comitiva judicial llenó la cámara. Balasch puso mala cara al ver al juez Peláez, un tipo con mucho sentido común, pero un autentico hueso a la hora de aprobar órdenes de registro o escucha. Le seguía Chimo Boronat, el doctor forense, con quien hacía tiempo que tenía una relación muy cercana a la amistad.

La sargento los puso al día mientras el secretario judicial tomaba notas febrilmente. Cuando lo hubo autorizado el juez, todos retrocedieron hacia un rincón para así dejar trabajar al forense. Balasch agradeció mentalmente la delicadez extrema con la que Chimo movía la parte posterior de la cabeza de Verónica. Sin embargo, el resto de lo que veía lo dejaba simpáticamente preocupado. Por un lado, la posición inclinada de Chimo hacía que las gafas le resbalaran nariz abajo, lo que le obligaba a subir la barbilla para que no le cayesen del todo; por el otro, el dudoso gusto para combinar la ropa del doctor: pantalones de pana marrón, chaleco de punto de rombos pequeños y camisa de manga corta.

—El crimen se ha cometido esta tarde, máximo hace tres horas — dictaminó—. Tiene un golpe fuerte en la cara, traumatismo en la parte posterior del cràneo y yo diría que dos vertebras del cuello rotas.

Balasch visualizó un hombre golpeando el rostro de Verónica, cómo ella perdía el equilibrio e incluso le pareció escuchar la fractura de las cervicales. Un pequeño escalofrío le recorrió la espalda al ver el rostro de su madre en lugar del de Verónica.

—La golpearon, cayó y se rompió el cuello —afirmó Balasch mientras señalaba una mancha de sangre en la mesita de noche.

—¿Y cómo ha terminado sobre la cama? ¿La han movido? —afirmó más que preguntó la sargento.

—Ademàs de eso —dijo Chimo, que estaba observando la parte interior de la oreja izquierda—, aquí hay sangre que no me parece que pueda venir de la herida del cogote.

La mirada de Balasch preguntaba sin tener que decir nada.

Vos podré dir més cosetes... —dijo en su dulce valenciano.

—Cuando hayas hecho la autópsia —completó Balasch, intentando hacer broma y así sacudirse el desasosiego.

—Mañana a las 11 —informó Chimo.

Repasaron con el juez la lista de acciones a realizar: entrevistar los vecinos, comprobar la coartada de Tort, visitar la dirección del DNI y procesar el retrato robot, el teléfono móvil, la libreta, el jarrón roto y la sangre de la oreja.

Antes de marcharse, Balasch dedicó una ultima mirada a la victima. Tendría que visitar a su propia madre tan pronto como pudiese.

 
 
 

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